El título del artículo no es para llamar la atención, en realidad soy una sobreviviente. Mejor dicho, soy una resucitada. Cuando el 6 de agosto del 2016 me ingresaban a la emergencia de un hospital casi en estado de shock por pérdida del calcio en mi organismo, bajo riesgo de paro cardiaco, yo sabía que el Eterno me traería de los linderos de la muerte y que aquel drama solo era parte de un proceso muy fuerte que comenzó muchos años atrás. Una semana antes, me habían extirpado la tiroides debido a un cáncer silencioso que sólo la mano del Padre me llevo a descubrir.
En el proceso quirúrgico también extirparon las paratiroides encargadas de procesar el calcio en el organismo. Tres días después de la crisis, aun hospitalizada, me di cuenta que había perdido la voz. Soy graduada de periodismo, con especialidad en desarrollo sostenible y mi voz es esencial en el desarrollo de mis actividades profesionales, siempre orientadas a la capacitación. Pero sobre todo en labores relacionadas con el Reino de Cristo, una misión en la que Dios me ha puesto en los últimos años. De cómo recuperé mi voz una madrugada de rodillas delante del Señor, es objeto de un artículo aparte.
Esto iba a ser mi muerte física, porque ya antes, en el 2002, ocurrió un evento que provocó mi muerte espiritual, de la que el Padre me sacó de la misma forma en la que resucitó a Lázaro o al hijo de la viuda de Naín. La muerte de mi hija de casi dos años, en la ciudad de Granada, España, a donde la había llevado en un intento de salvar su vida debido a la grave afección cardiaca congénita, me hundió en una depresión incapacitante. En aquel momento, lo único que no me dejaba morir de tristeza era la responsabilidad de criar a mi hijo de cinco años. Ya para entonces, era una mujer abandonada con la responsabilidad absoluta en mis manos.
Fue durante el vuelo de regreso a Honduras, con las cenizas de mi hija en aquella urna en mi regazo, que hice un pacto con Dios: ¡Padre, yo conozco tu Palabra y sé que este dolor tiene un propósito! ¡Sácame de este dolor y te serviré todos los días de mi vida! Son 18 años consecutivos de búsqueda, de anhelar la presencia del Señor, en el entendido que quien comenzó la obra, la está perfeccionando para gloria de su nombre. Dios provocó mi encuentro con la preciosa hija del Eterno, Lucrecia Hernández, justo en el momento en que se cumplió la hora determinada en su sola potestad.
Durante todos estos años, el Padre me ha estado hablando de emprender una cruzada destinada a sacar mujeres de la oscuridad y del dolor, para trasladarlas a Su Luz admirable en Cristo Jesús y que se cumpla en ellas el plan escrito en los cielos desde antes de la fundación del mundo. Un día escuché la voz del Espíritu Santo: ¡Corina sal fuera! como en el día de Lázaro. Eso es lo que quiero ser: un instrumento para sacar fuera de sus sepulcros emocionales a las mujeres muertas en vida y que el dolor les impide avanzar.
Mujeres que no pueden superar la pérdida, la traición. Mujeres atadas con ligaduras de muerte, las que tienen sobre sus ojos velos mágicos, las que creen que el amor es sufrir: mujeres adictas al dolor y al sufrimiento. Por ellas, Dios me permitió que se hiciera Rhema en mi vida la palabra que dice: “Yo te elegí en el horno de la aflicción” (Isaías 48:10)
Dios te Bendiga Mujer